El Evangelio recoge parte de lo que se conoce como discursos sobre el fin del mundo, característicos de los últimos domingos del año litúrgico. Hemos escuchado frases como: Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá enseguida… Antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Parece que la comunidad cristiana de Tesalónica, había sacado una conclusión errónea al escuchar este evangelio: es inútil trabajar, porque todo está a punto de terminarse; mejor vivir del cuento sin asumir compromisos y cargando sobre los demás la responsabilidad de alimentarme, sostenerme… Todo eso nos puede sonar: hoy también está en boga esa mentalidad del mínimo esfuerzo, de exigir de los demás todo sin dar nosotros nada a cambio… no como conclusión de este evangelio pero sí como un estilo de vida. Lo que responde san Pablo vale los cristianos de Tesalónica como para nuestros “ninis” y quienes se ven afectados por esa mentalidad: Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma… Nos hemos enterado de que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A estos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan.
Es una gran novedad. La cultura grecorromana despreciaba el trabajo manual; lo consideraban degradante para la persona, propio de esclavos e incultos. Por eso san Pablo apela a la tradición bíblica para desmontar ese entuerto: Dios que trabaja durante seis días y descansa uno solo, el séptimo. El trabajo forma parte de la naturaleza originaria del hombre, no es castigo ni degradación. El trabajo manual es tan digno como el intelectual y espiritual. Jesús mismo dedica una veintena de años al primero (suponiendo que haya empezado a trabajar hacia los trece años) y sólo tres años al segundo.
Todo esto nos debe llevar a reflexionar sobre el trabajo, que tiene un valor infinito para el hombre: es la participación en la obra creadora y redentora de Dios, y servicio a los hermanos. Por ese motivo hay trabajos dignos e indignos, que ofenden a la persona por el mero hecho de realizarlos: trabajos en los que se coopera en la muerte de personas (aborto o eutanasia), trabajos en los que se explota gravemente al trabajador o se le induce a hacer cosas contrarias a su moral o su vida… Si dejamos un poco de lado las diferencias (a veces injustas y escandalosas) de categoría y de remuneración –que sería otro tema para reflexionar– una persona que ha desempeñado tareas humildísimas en la vida puede valer mucho más que quien ha ocupado puestos de gran prestigio; importa mucho más el cómo que el qué. Sabiendo qué tipo de trabajo hago (que no ofende ni a Dios ni a los demás ni a mí mismo) he de enfocarlo como una cooperación con Dios, he de ofrecerlo por mi bien, por el bien de los demás y para gloria de Dios. ¡Cuánto bien haría ofrecer nuestros trabajos por nuestra santificación, para que un familiar abandone un vicio o una vida de pecado, por la acción evangelizadora de la Iglesia, por las almas de purgatorio…! Y cuando se habla de trabajo vale también para el estudio o las obligaciones sencillas de un jubilado.
Es más, desde la perspectiva cristiana el trabajo es fuente de crecimiento personal y social, es participación en la acción creadora de Dios y, además, en la acción redentora de Cristo. Esta valoración tan positiva del trabajo no le quita su carga de fatiga, sudor o dolor. Puede ennoblecer, pero igualmente puede vaciar y consumir. El secreto es poner el corazón en lo que hacen las manos. A las motivaciones terrenas del trabajo, la fe añade una eterna: nuestras obras nos acompañarán. Importa el qué y el cómo.
Estamos celebrando también el día de la Iglesia diocesana, el día en que vivimos de un modo especial nuestra comunión con el Obispo y todos los que formamos esta iglesia de Burgos. El lema de este año es bien significativo: Somos una gran familia, CONTIGO. La iglesia no es algo ajeno a nosotros, es mi familia, la familia de la fe. Y cuenta conmigo. Si el final del año litúrgico nos actualiza la verdad de fe de la comunión de los santos, este día de la Iglesia diocesana, lo hace en lo más inmediato, en la corresponsabilidad de las tareas más sencillas y comunes: limpieza, catequista, lector, cantor, servicio caritativo… Es mi familia, no me puede quedar al margen. ¿Qué puedo hacer por mi parroquia? Igualmente tenemos que ayudarla económicamente, aportando con generosidad para el sostenimiento del templo, para las acciones pastorales, para el culto, para la caridad, para la ayuda en las grandes catástrofes…
Pidámosle al Señor en este domingo que nos haga ver nuestro trabajo/ocupaciones como una participación con él en el buen funcionamiento del mundo, y que sintamos a nuestra Iglesia diocesana como la gran familia de la fe encabezada por el Obispo y participada por todos.
Evangelio al que corresponde esta homilía