La idolatría de los bienes nos hace infelices

La idolatría del dineroNuestro sistema económico tiene una serie de “reglas sagradas” muy perniciosas de las que no somos totalmente conscientes. Un autor cristiano habla de estas reglas como los demonios de la economía.

El primero es el rendimiento. Durante muchos años, los seres humanos han tenido el sentido común suficiente como para no trabajar más que lo preciso para llevar una vida alegre y satisfactoria. Pero las tornas han cambiado y hoy sólo vale lo que produce, lo que rinde; y ¡hasta las personas han sido tasadas y tienen un precio! (eso son los vientres de alquiler, por ejemplo).

Perdemos la vida por ganar. Sin duda, ese afán de rendimiento ha contribuido al progreso material de parte de la humanidad, pero cada vez hay más personas dañadas por un trabajo deshumanizante. Ahora se crea más riqueza (riqueza que cada vez está más polarizada en unos pocos), pero, ¿se vive más feliz? Además nos estamos olvidando de disfrutar de actividades que no productivas pero sí muy humanas: ¿cuánto dedicamos a la contemplación? (quién es capaz de decir que el tiempo que contemplamos a nuestro bebé es tiempo perdido); ¿cultivamos la amistad o la poesía?, ¿y la oración? … ¿Cuántas veces hemos puesto la excusa del tiempo para no dedicarnos a eso? Pero en el fondo pensamos, es tiempo perdido.

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Jesús señala dos síntomas que denotarían una fe débil: el excesivo apego al dinero y la exagerada preocupación por los bienes materiales y por el futuro.

El segundo demonio sería la obsesión por acumular dinero. El dinero comenzó siendo un medio inteligente para medir el valor de las cosas y facilitar los intercambios en el comercio. Hoy hacer dinero es para muchos una especie de deber. ¿¡Cómo vas a ser alguien sin dinero o poder económico!?

El tercer demonio es la competencia. Luchar para superar a los demás y ser el primero en todo. Es innegable que una sana dosis de competitividad puede tener aspectos beneficiosos, pero cuando una sociedad funciona motivada casi exclusivamente por la rivalidad, las personas corren el riesgo de deshumanizarse, pues la vida termina siendo una carrera donde lo importante es tener más éxito que los demás (Un ejemplo lamentable es el que sucede entre los padres de los niños que se dedican al fútbol; el grado de estrés al que los someten desde niños, la violencia que transmiten, la presión para que se esfuercen y lleguen un día a ganar millones… Y si coinciden dos padres así en el mismo partido el lío está asegurado).

No podemos anunciar el Evangelio sin desenmascarar esta inhumanidad y sin plantear unas preguntas que casi nadie se quiere hacer: ¿por qué hay personas que mueren de hambre, si Dios puso en nuestras manos una tierra que tiene recursos suficientes para todos? ¿Por qué tenemos que ser competitivos antes que humanos? ¿Por qué la competitividad tiene que marcar las relaciones entre las personas y los pueblos, y no la solidaridad? ¿Por qué hemos de aceptar como bueno un sistema económico que, para lograr el mayor bienestar de algunos, hunde a tantos millones de personas en la pobreza y la marginación? ¿Por qué hemos de seguir alimentando el consumismo como filosofía de la vida, si está provocando en nosotros una espiral insaciable de necesidades artificiales que nos va vaciando de espíritu y sensibilidad? ¿Por qué hemos de dar culto al dinero como el único dios que ofrece seguridad, poder y felicidad? ¿Es ésta, acaso, la nueva religión, que hará progresar al hombre de hoy hacia niveles de mayor humanidad? No son preguntas para otros.

Para Jesús la vida es otra cosa. Sus palabras invitan a vivir con otro horizonte: “No podéis servir a Dios y al dinero… No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer; ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir:.. Buscad, sobre todo, el Reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura”.

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¿Por qué hemos de aceptar como bueno un sistema económico que, para lograr el mayor bienestar de algunos, hunde a tantos millones de personas en la pobreza y la marginación?

Jesús nos pide atender a lo esencial: el Reino de Dios y su justicia, sin dejar que lo secundario ocupe el lugar de lo principal. Tenemos que orientar convenientemente nuestra vida; ¿hacia dónde? Lo esencial es Dios. Él es “mi roca y mi salvación” (Sal 61). Dios es merecedor de una confianza plena; Isaías lo dice con una imagen preciosa: aunque una madre pueda olvidarse del hijo de sus entrañas, Dios no puede olvidarse: si cuida de los pájaros, de los lirios del campo y hasta de la hierba, ¿cómo no va a ocuparse de nosotros? No se trata de un tonto abandono como despreocupándonos de todo lo que aquí sucede: si Dios se ocupa de todo… para qué trabajar, para qué esforzarse… para qué denunciar las injusticias. No se trata de eso, sino de hacer las cosas como si todo dependiera de nosotros, pero sabiendo que en el fondo, todo depende de Dios. Confiar en Dios y hacer poniendo nuestra confianza en Él. Esa es la clave. Tenemos que darnos cuenta de cuál es lo esencial. Y cuidado que el poder del mundo es muy fuerte y si actuamos de modo diverso a como el mundo quiere seremos señalados… Bienaventurados cuando os persigan y os insulten por mi causa

Jesús señala dos síntomas que denotarían una fe débil, una falta de confianza en Dios, un estilo de vida más bien propio de paganos: el excesivo apego al dinero y la exagerada preocupación por los bienes materiales -la comida y el vestido- y por el futuro.

El dinero en sí mismo no es malo, pero no puede usurpar el lugar reservado a Dios. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no solo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida (Benedicto XVI).

“No estéis agobiados”, “vosotros buscad, sobre todo, el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura”. Nuestra vida y también nuestro futuro están en manos de Dios. ¡Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene! Confiemos en él.


Evangelio al que corresponde esta homilía