Con la Eucaristía de esta tarde entramos en el Triduo pascual. Así como la última Cena fue un anticipo de lo que luego iba a pasar en la cruz –la entrega de su Cuerpo y Sangre en el sacramento eucarístico–, así la celebración de hoy es un anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana.
Para los judíos (1ª lectura), la Pascua es la celebración anual que recordaba el gran acontecimiento de su primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí. Para los cristianos (2ª lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús, su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía, en forma de banquete pascual. Él mismo nos da su propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su misma vida. Ya no es un simple recuerdo como hacían los judíos, es la actualización, el memorial, de su muerte y resurrección. Es su vida en mí.
Este memorial vivo que contemplamos hoy, tiene dos matices propios: la institución de la Eucaristía y el sacerdocio. A la vez que instituye la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual Él, y sólo Él, es para siempre autor y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles se convierten por designación suya en “delegados” de este misterio de fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo y en “servidores” de todos los que van a participar de este don. No hacemos los sacerdotes la Eucaristía, es el mismo Jesús el que la hace para nosotros a través de sus sacerdotes; Él es el sacerdote, la víctima y el altar. La Eucaristía y el sacerdocio nacen en el Cenáculo como don del gran amor de Jesús, que sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1).
1º La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que nos reunimos a celebrar la Cena del Señor, el mismo Jesús vuelve a decir estas palabras “Esto es mi cuerpo, que se entrega”; “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre”, y por la fuerza del Espíritu Santo se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia Sangre; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión. Como miembros del Cuerpo místico de Cristo no podemos vivir sin el alimento eucarístico, no puede haber verdadera vida cristiana sin Eucaristía. San Agustín dice “Oyes decir ‘el Cuerpo de Cristo’, y respondes ‘amén’. Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu ‘amén’ sea también verdadero”.
2º El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a Él, para continuar en ellos su obra salvadora. El ministro consagrado posee el papel del único Sacerdote, Cristo Jesús: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a quien representa; “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en representación suya” (Sto Tomás de Aquino).
San Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir, es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia. Sé de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza. ¿Quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza.
3º El amor y el servicio. ¿Cómo interpreta Jesús el mandamiento nuevo Amaos los unos a los otros como yo os he amado? A través del servicio: Jesús lava a los pies a sus discípulos y les dice: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,12-15). Él, que es el más importante, lava los pies porque el que está más alto debe estar al servicio de los otros. Lavar los pies es decir yo estoy a tu servicio, es ayudarnos los unos a los otros, es perdonarnos las ofensas, es hacer un favor. Es un deber que brota del corazón: amo hacerlo porque el Señor así me lo ha enseñado. Este signo es una caricia de Jesús que Él hace para ayudarnos a servir y no ser servidos.
En este Jueves Santo tenemos una ocasión privilegiada para contemplar en el Cenáculo ese espectáculo único de amor y servicio hecho Eucaristía. Es una ocasión preciosa para valorar el don del sacerdocio y rezar por los sacerdotes. Es una ocasión maravillosa para amar más este sacramento del amor. Es una invitación a pasar un rato a solas con el Señor y escuchar de sus labios palabras de vida.
Miguel Ángel Saiz
Vicario parroquial de santa María y san Martín (Briviesca)