El pecado

El pecadoUn amigo sacerdote tiene un blog en el que cada día sube una reflexión para lo que él llama su parroquia virtual; para su desgracia, como él dice, tiene más feligreses virtuales que físicos; desgracia porque no puede poner rostros ni historias a las personas que le siguen, pero que les hace mucho bien con sus enseñanzas. Son reflexiones sencillas, de cura de pueblo, pero cargadas de espiritualidad y viveza evangélica.

Hace poco escribía: “En nuestro creernos adultos y mayores nos olvidamos que el pecado original reside en nosotros, que no siempre buscamos la voluntad de Dios, sino que el pecado nos hace buscar nuestra propia voluntad. Porque claro, ¿quién me va a decir a mí lo que quiero y lo que puedo hacer si ya tengo edad suficiente para saber lo que quiero? Y es cierto, cada uno, dentro de sus capacidades sabe qué es lo que quiere, pero, aquí viene la diferencia: hemos optado por ser cristianos, hijos de Dios, y eso marca la diferencia en nuestro pensar y obrar”.

Permitidme que en las próximas entradas comente este párrafo tan actual y con tanto que enseñarnos. Hoy me quiero centrar en el tema del pecado.

¡Qué cierto es que nos hemos olvidado del pecado original y personal! Hoy lo justificamos todo o le quitamos la importancia que tiene. Eso no debemos hacerlo de ninguna manera; el pecado tiene su importancia –negativa, por supuesto– y por él, por el pecado, Cristo, ¡nada menos que el Hijo de Dios!, se hizo hombre, sufrió y murió para redimirnos. Ayer en el grupo de Biblia leíamos estos pasajes y que juzgue cada cual: “La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte. (…) Es más, se hizo sacrificio de expiación por el pecado y dictó sentencia contra él a través de su propia naturaleza mortal, para que así, los que vivimos, no según nuestros apetitos desordenados, sino según el Espíritu, cumplamos la ley en plenitud” (Rom 8,2.3b-4). “Si el que quebranta la ley de Moisés es condenado sin compasión a muerte por la declaración de dos o tres testigos [este fue el caso de Jesús, que al menos en su apariencia externa fue declarado culpable de blasfemia y condenado a muerte, aunque como Él mismo dijo, nadie me quita la vida, sino que la entrego libremente (Jn 10,18)], ¿cuánto mayor castigo no merecerá el que pisotee al Hijo de Dios, el que profane la sangre de la Alianza con que fue consagrado, el que ultraje el Espíritu de la gracia?” (Heb 10,28-29).

Después de leer esto, ¿quién se atreve a restar importancia al pecado? ¿Por qué no vivir ya desde ahora la nueva vida según el Espíritu?

El camino que usa Satanás para hacernos creer que ya no pecamos es el de engañarnos a nosotros mismos, justificarlo todo, restar importancia… ¡¿Quién no ha escuchado mil veces y dicho otras tantas: si yo ni mato ni robo, luego qué pecados cometo?! Con esta sola frase podría hacer una lista bastante larga de los pecados que uno comete: la soberbia por pensarse perfecto y no verse como hijo y creatura, la tibieza, la pereza, la comodidad, la falta de ilusión y de esperanza, la mentira…, ¡por no hablar de los otros ocho mandamientos que no menciona!

En fin, que el Demonio ha conseguido meternos en la cabeza una idea del todo perjudicial y dañina: olvidarnos del pecado y no buscar la voluntad de Dios.

Nos hemos acostumbrado a la zafiedad, a la grosería, a la blasfemia, a la falta de respeto, al abandono de Dios y de la práctica religiosa –especialmente entre la gente joven–, al jugueteo con la tentación, a la banalización del amor y del sexo, a la malediciencia… No es por ponerse negativos, pero se ve el pecado por doquier. ¿Qué hacer ante este panorama? Empezar por uno mismo a no transigir con esas cosas, a ir educando el alma en la finura espiritual –porque la tenemos bastante embrutecida–, a no tragar con ruedas de molino con lo que sabemos que está mal, ¡a confesarse!, a corregir a los demás, a rezar y sacrificarse para que el Señor haga que esto cambie. Por cierto, en esto insisten los mensajes de las apariciones marianas ya desde el siglo XIX: ofrecer sacrificios y rezar por la conversión de los pecadores, llevar una vida sobria, conocer a Jesucristo a través de la Sagrada Escritura, vivir la Eucaristía como fuente indispensable de toda vida…

Acabo con unas palabras del apóstol Santiago en su carta: “Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros para que sanéis. ¡Mucho puede hacer la oración insistente del justo!” (Sant 5,16).