La oración colecta de este VII Domingo dice lo siguiente: Dios todopoderoso y eterno, concede a tu pueblo que la meditación asidua de tu doctrina le enseñe a cumplir, de palabra y de obra, lo que a ti te complace. Vamos a ello. Seguimos profundizando en el Sermón de la montaña. Una antítesis más que se suma a las tres anteriores del domingo pasado. La de este Domingo tiene “tanta miga” que la Iglesia ha querido que la profundicemos ella sola:
Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial.
¿Y el resto de lecturas? Medítalas con calma, por favor, porque son impresionantes.
Rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial
Para ilustrar esta reflexión dominical me voy a servir de una experiencia personal. Es muy arriesgado hacer esto porque uno se expone y tiene que abrir su intimidad; pero venciendo miedos y respetos humanos, allá va.
En mis trece años de cura he tenido que sustituir a siete compañeros en otros tantos nombramientos. En uno de ellos, el relevo no se produjo como debería haberse desarrollado y las cosas se complicaron. ¿En qué sentido? En que el saliente no salía y yo no podía ejercer mis labores pastorales –cura de almas– con la libertad que exige el cargo; el otro seguía, iba y venía, se presentaba y celebraba Misa…, en fin, una situación de lo más desagradable porque todo eso lo hacía a mis espaldas; no siendo ya el párroco pero queriendo seguir siéndolo. En alguna ocasión ocurrió que fui a celebrar Misa y estaba el otro allí… Muy desagradable todo.
Exteriormente era un antitestimonio porque se veía que había tensión, si no enfrentamiento, entre él y yo. Interiormente eso me producía un daño inmenso. Por algún tiempo dejé que los acontecimientos siguieran su curso, poniendo la situación en conocimiento del Vicario general y del Arzobispo. No sirvió de nada. La tensión era cada vez mayor. Dejé pasar el tiempo pensando en que “ojos que no ven, corazón que no siente”; eso me pensaba yo, pero la realidad era otra: sin darme cuenta cierto aire de revancha se instaló en mi interior al ver la injusticia, la inacción de los superiores y la pertinacia de mi predecesor. Llegó un momento en que tanto me ardía interiormente la impotencia que sentía que quise actuar por mi cuenta. “¡Ojo por ojo y diente por diente! ¿No es eso también bíblico? Manos a la obra”, y pasé a la acción. Gravísimo error. Ya no solo estaba interiormente infectado por el virus de la revancha, había caído en el pecado de la venganza.
Tan mal estaba, había perdido la paz de tal manera en cuestión de minutos, que aquello que pensaba que sería la solución más justa se convirtió en una especie de precipicio interior; pero también en el dardo espiritual para volver al Señor. Comprendí que había actuado, no movido por el amor y queriendo cumplir la voluntad de Dios, sino buscándome a mí mismo. A los pocos minutos me confesé de lo que había hecho. Y al día siguiente, sin dilación, llamé al compañero para explicarle lo que había hecho y pedirle perdón con arrepentimiento y sinceridad. Creo que esta fue la primera vez que experimenté de verdad lo que es el dolor de los pecados. Con lágrimas en los ojos fui a su encuentro a pedirle perdón por lo que había hecho. Por suerte mi ofrecimiento fue aceptado. ¡No podéis imaginar la paz que sobrevino a mi corazón!
Sólo Cristo, con su valiente actitud de ofrecer la otra mejilla, pone a la persona en la situación de tener que elegir entre la justicia y la injusticia, el perdón o la nada
¿Qué quiero expresaros con todo esto? La espiral de violencia de la que tantas veces había predicado y enseñado a los niños me había apresado a mí también. Tuve que experimentarla en carne propia para ver su efecto negativo. Sólo Cristo, con su valiente actitud de ofrecer la otra mejilla, de poner a la otra persona en la situación de tener que elegir entre la justicia y la injusticia, el perdón o la nada, nos da la paz. Pero para eso tenemos que tener el interior lleno de Él, si no caeremos en la trampa.
La semana pasada os decía que para tomar decisiones libres necesitamos estar guiados por la verdad, el amor y el bien. Ofuscado por el mal, yo no me guié por el amor y el bien. Podemos justificarnos de mil maneras pensando que aquella vieja ley del talión nos va a resolver un problema. Y no es así. En las relaciones fraternas, lo que Jesús nos presenta, es lo que de verdad nos da la paz. ¿La relación con el prójimo se ha de basar en la violencia aunque sea proporcionada y aparentemente justa (ojo por ojo y diente por diente) y así lo vemos a diario? La respuesta de Jesús es un no rotundo. Se ha de basar en el perdón, la generosidad, el desprendimiento y la entrega. Son los cuatro pasos del evangelio. Es su enseñanza y es su vida; lo dice y lo hace.
- La otra mejilla. No tengo nada contra ti, te pido perdón y te perdono. ¿Quieres seguir aprovechándote de mí, quieres seguir actuando según la injusticia y las relaciones de superioridad? Aquí está mi otra mejilla, si quieres, hazlo, sé injusto. Si he hablado mal, da testimonio de lo que he hablado mal; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas? (Jn 18,33). Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23,34).
- No sólo te acompaño una milla, lo hago dos. Si necesitas mi compañía te la doy con generosidad con abundancia; si me necesitas me doy con magnanimidad y longanimidad. Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13,1).
- Todo lo que tengo te lo doy, hasta lo más básico y necesario para mí: la túnica y la capa. Es lo que me confiere dignidad pero prescindo de ello para que tú la recuperes. Es la imagen de Jesús en la cruz que para que nosotros recobremos la dignidad perdida por el pecado de Adán, Él se despoja de todo. Se reparten mis vestiduras, echan a suerte mi túnica (Sal 22,19; Jn 19,24).
- No voy a esperar a que me pidas, me adelante y te lo doy. Jesús, viendo el gentío, sintió compasión de ellos pues andaban como ovejas sin pastor (Mc 6,34).
Sólo me queda rematar la reflexión con lo que nos decía san Pablo: sois de Cristo. Si somos de Cristo, ¡seamos de Cristo, actuemos como Cristo nos pidió! Sed santos, porque yo, el Señor, soy santo.
Evangelio al que corresponde esta homilía